La muerte de Carlos Gómez Álava en 1988 le mereció un breve obituario en la Revista Catalana de Literatura Extranjera, que resultó ser una enumeración innecesaria de nimiedades sobre su vida (como su nombre y fecha de nacimiento) en lugar de una verdadera semblanza biográfica. Ofrezco este ensayo ahora en penitencia por aquella omisión. No hay indicación alguna de que la noticia de su muerte llegara a su patria al otro lado del mundo: no apareció elogio alguno, por breve o incidental que fuera, en los ya escasos suplementos literarios del país, ni se ha publicado ninguna nueva edición de sus obras desde entonces. Nadie conocía a Carlos Gómez Álava en 1988; de hecho, apenas alguien lo conoció jamás. Su única obra —sin incluir algunos escasos ensayos y poemas en varias revistas clandestinas—, un libro de poemas titulado Excelsitudes, apareció en Barcelona en 1971, impreso por Federico Sanz, célebre editor vanguardista de la época que solo eludía la persecución falangista gracias a la oscuridad de los textos que decidía imprimir. El libro, influido conscientemente por el Gitanjali de Tagore (si no una imitación directa), apenas vendió 37 copias de la tirada original de 200. Se rumoreaba que Gómez rastreó la ciudad en busca de quienes habían comprado su libro para recomprarlos y pedirles disculpas por lo que él mismo llamó su gran fracaso. Gómez, que para entonces rondaba la cincuentena, no volvería a publicar nada después de Excelsitudes.

Parece, sin embargo, que Gómez no logró recomprarlos todos. Descubrí hace unos meses, entre los libros de mi abuelo, una copia de la primera edición de Excelsitudes. Mi abuelo nunca había estado en Barcelona ni en España (que yo sepa) y, por lo tanto, no sé cómo llegó el libro a sus manos. Pero eso es lo de menos; lo que importa es que lo tenía. Procedí a hojear el libro. El español de Gómez poseía la rusticidad de quien, aun conociendo bien la lengua, no siente que esta le pertenezca del todo y, como tal, solo puede emplearla con cierta incertidumbre, con cierta vacilación sobre su propia habilidad; pero revelaba, al mismo tiempo, una jovialidad particular, ciertos giros que, curiosamente, me recordaron no a Tagore, sino a Borges. Después de una ardua búsqueda —los autores filipinos son, por lo general, desconocidos, especialmente en su propio país—, averigüé que Gómez era de Hagónoy y escribió en español después de la guerra, mucho tiempo después de la edad de oro de la literatura hispanofilipina. (Este detalle adicional acentuó mi interés en él porque yo vivía en aquella época en Calumpit, justo en la frontera con Hagónoy).

Gómez nació en 1926, en la década en que la lengua española finalmente sucumbía en Filipinas tras una agonía que había durado varios decenios. Poetas y políticos, al sentir soplar los vientos de cambio, decidieron olvidar lo que sabían de español para aprender el idioma de los nuevos vencedores americanos. En tagalo (o tal vez en inglés) habría escrito el gran poema épico filipino del siglo XX, habría ganado el premio Nobel y, a su muerte, recién cumplidos los sesenta años, lo habrían enterrado en el Panteón Nacional junto a otras figuras célebres de la historia de su país. Quizás lo habrían declarado héroe o algo similar. En cambio, eligió el español, sellando así su destino a la oscuridad. Ya antes de la Segunda Guerra Mundial, el inglés estaba suplantando al español en Filipinas, y quienes escribían en esta lengua lo hacían con la plena conciencia de que esta se estaba convirtiendo poco a poco en un corpus sin lectores; al escribir en ella, un autor se condenaba a sí mismo al olvido (una ironía, dado que el español es la segunda lengua más hablada del mundo).

Nació en Bulacán, el corazón del Katagalugan —lugar donde también nacieron Francisco Balagtás, José Corazón de Jesús, Amado Hernández, Virgilio Almario y otras figuras legendarias—, por lo que su decisión de escribir no en tagalo, ni siquiera en inglés, fue vista por algunos como una traición cultural, un caso más de la mentalidad colonial que proliferaba en el país. (Recuerdo un artículo del Manila Bulletin que planteaba cómo justificar la paradoja del término «hispanofilipino», cómo reconciliar sus dos elementos). Se negaba a decir de qué barrio de Hagónoy procedía porque quería imitar a Cervantes —así lo afirmó él—, quien no quiso revelar el «lugar de La Mancha» para dejar que «todas las villas y lugares de Hagónoy contendiesen entre sí por ahijársele y tenérsele por suyo, como contendieron las siete ciudades de Grecia por Homero». Fue, descubrí más tarde, el barrio de San Agustín.

En las Filipinas del siglo pasado, para ser escritor, para ser intelectual, para ser alguien (incluso un tonto), era preciso ser rico. La familia Gómez era adinerada, su fortuna fundada sobre las cenizas de la revolución por un patriarca negociante, cuyo abuelo (o bisabuelo) fue hijo bastardo de un fraile dominicano que huyó de Vizcaya —y de sus deudas y crímenes allí— para comenzar una nueva vida en los confines de la tierra. (El apellido vasco se perdió durante el viaje hasta aquí). El patriarca se aferró a esta exigua traza de españolidad para evitar que los despreciaran y ridiculizaran con la fervorosa burla que la alta sociedad reservaba a los nouveaux-riches. Los hijos fueron al Ateneo de Manila, y Carlos ya cursaba su primer año en la Universidad de Santo Tomás cuando estalló la guerra. Estudiaba filosofía como preparación para la carrera de derecho que su padre le había destinado desde siempre. Unos años después de la liberación de Manila y el retorno del gobierno de la Mancomunidad (entonces llamada la Tercera República por sus leales), continuó sus estudios para obtener el bachillerato en artes. Se matriculó en la Universidad de Filipinas, decisión que encendió la ira de su padre y lo convirtió en objeto de burla entre sus amigos del Ateneo. Para aplacar a su padre, procedió a estudiar derecho y se licenció en 1951 o 1952.

De este periodo sobrevive solo el poema «Ladrona», donde declaró: «A mí no me gustan las mujeronas bulaqueñas», lo que puso fin a su amistad con Blas Ople. La primera estrofa de «Ladrona» era una traducción de una estrofa de un poema de José Corazón de Jesús (no sé cuál) que Gómez dejó intencionalmente sin atribución. Más tarde lamentaría: «Ninguno de aquellos críticos altivos notó que plagié a José Corazón de Jesús. ¿Tengo yo la culpa de encontrar feas a las mujeres de mi niñez?».

En algún momento de la década de 1960, llegó a Barcelona para no volver jamás a Filipinas. Su decisión de trasladarse a España se la explicó con gran pompa a su mejor (creo que único) amigo, Martín Yúmul, en una carta de noviembre de 1967:

He buscado durante mucho tiempo la sombra del caballero de la triste figura en nuestro país, pero nunca he conseguido encontrarla. El Quijote ya se fue; o, mejor dicho, nunca estuvo allí. La lengua española ya está muerta en nuestro país; murió hace muchos años, y solo un loco perdido creería que resurgiría y reflorecería. En cuanto a lo que llamas mi traición, solo digo que yo no pertenezco a ningún país, sino a la lengua española y a su literatura.

En efecto, en su obra más controversial, un polémico ensayo donde identifica «tres faltas de la identidad hispanofilipina» que, según él, causaron el fallecimiento de la lengua española en Filipinas, continuaría elaborando lo que llamaba «el problema español de Filipinas». Según Gómez, el país, especialmente su élite hispanohablante, había olvidado que también compartía con el resto del mundo hispánico lo que Unamuno llamó la Hispanidad; y no solo la lengua, sino también la cultura, lo hermanaba con otros países hispánicos. En lugar de ello, el país pretendía ser asiático y que sus rasgos eran como los de China, Japón o India. El ensayo (que escribió cuando ya estaba en Barcelona) suscitó la respuesta de una columnista en un diario manileño de simpatías proamericanas, quien advertía contra «los que desean un Anschluss español, una vuelta al seno colonial de España, con el precio de la libertad por la cual nuestros antepasados habían luchado». Gómez no escribió nada en respuesta; lo más probable es que ni siquiera la leyó.

El ensayo, titulado «La imposibilidad de una literatura filipina en español» o «La imposibilidad de una literatura hispanofilipina» —existen ambas versiones—, fue su única obra polémica (si no directamente política). Gómez era decididamente apolítico y no creía que la función de los escritores fuera ser reformadores sociales o profetas del cambio. Esta opinión la mantenía también sobre Rizal y sus dos novelas: «Cuando leo a Rizal, finjo que no escribió ni el Noli me tángere ni El filibusterismo para poder apreciar su obra». Su perspectiva resuena con la filosofía del «ars gratia artis» del también filipino (aunque residente en América) José García Villa (quizás su antítesis), a quien no conoció y de quien, probablemente, nunca había oído hablar.

Las tres faltas que enumeraba eran: (1ª) la incapacidad de reconocer la propia identidad hispánica, confundiéndola con una falsa identidad asiática; (2ª) el no haberse apropiado del Quijote; y (3ª) la incapacidad de liberarse de la tiranía de Rizal. La tercera, que él consideraba la más importante, no concernía solamente a la literatura filipina en español, sino en cualquier lengua.

El deseo de olvidar el pasado hispánico es común a todos los países que fueron colonias de España. Borges, refiriéndose a la situación argentina, escribe que la historia de su país puede definirse sin equivocación como «un querer apartarse de España, un voluntario distanciamiento de España». Él podría haber estado hablando de México, Perú, Filipinas o cualquier otro, sin equivocarse. Aquí, sin embargo, ese afán de distanciamiento es más fuerte debido a la ausencia de los lazos lingüísticos o raciales que vinculaban a España con Latinoamérica. La mayoría de los argentinos, así como los habitantes de otros países latinoamericanos, descienden de españoles u otros europeos y, a pesar de percibirse como argentinos, mexicanos o peruanos, comparten en el fondo una herencia española (o europea). Es posible una continuidad entre la tradición de estos países y la de España y Europa, pero en Filipinas no, o, al menos, resultaría muy difícil. Gómez no deseaba un Anschluss español, como algunos lo acusaron. De hecho, entre los años cuarenta y cincuenta, pensaba que los miembros del círculo hispanofilipino estaban encerrados en su torre de marfil, librando una lucha vana. Llevado a la desesperación por la falta de apoyo gubernamental a las actividades para promover la lengua española en Filipinas, le escribiría a Yúmul —cuando se enteró de la visita de buena voluntad del presidente Quirino a España y leyó en La Vanguardia el discurso del Generalísimo Franco en el banquete de recepción («Cuatro siglos de vivencia en el mismo seno familiar no pueden ser borrados por una ausencia»)— que «los hispanohablantes de Manila sueñan que hablan español. ¿Qué es el español? —Un frenesí. ¿Qué es el español? —Una ilusión». Este pesimismo, sin embargo, no duraría para siempre. En el fondo, él esperaba un retorno a la tradición hispanofilipina, ya perdida hacía tres o cuatro generaciones; una vuelta al verdadero espíritu de la vieja Manila. Este retorno —pensaba él— no sería posible a menos que Filipinas se hermanara con los otros países hispánicos.

Esta hermandad la veía Gómez en ese singular monumento de la lengua española que es el Quijote. Bastaría, según él, con reconocer que el Quijote pertenecía a Filipinas tanto como a todos los hispanohablantes; que los paisajes de La Mancha eran a la vez las callejuelas de la Colonia Nápoles o los rincones de Ermita, los grandes espacios de las pampas o los del desierto de Sonora, las alturas de los Andes o el bullicio del Caribe, etc. Sin embargo, no lo consideraba una obra perfecta. Al igual que otros quijotistas, Gómez interpretaba el Quijote críticamente, trascendiendo la simple veneración al autor. Alejo Carpentier dijo una vez que en el Quijote está todo; pienso que Gómez habría estado de acuerdo en que de Rizal no podría decirse lo mismo.

Pero ¿de dónde —se preguntará el lector— le viene a Gómez este desamor por Rizal? Creo que «desamor» es un término aquí mal empleado. De joven, admiraba los poemas de Rizal. Dijo de «Mi último adiós» que, cuando leyó el verso «Soy yo, querida Patria, yo que te canto a ti», quiso ser el «yo» del poema, y su vida entera fue un intento de serlo. Entonces, ¿por qué escribía tales textos polémicos contra Rizal? ¿Por qué decía de él que, si bien creó Filipinas, destruyó su literatura? La respuesta es sencilla. Gómez no admiraba a Rizal ciegamente, con el fervor singular de esos devotos que constituyen la mayor parte de la escena literaria filipina. Lo alababa cuando merecía la alabanza y señalaba sus fallos cuando los veía. Aprendió a desaprender el mito de Rizal para redescubrirlo como escritor y poeta. Por ello, Gómez fue quizás el crítico más perspicaz de Rizal del siglo pasado. Otros han atribuido esta valoración del papel de Rizal a un gravísimo caso de «ansiedad de influencia» —como dicen los críticos—, porque Rizal es una figura inevitable y esencial en la literatura filipina, proyectando sobre ella una sombra más extensa que la de Shakespeare sobre la literatura inglesa o la de Cervantes sobre la española. Se ha dicho que Gómez quiso olvidar a Rizal, pero no pudo; que trató luego de fingir que no existía, acto que solo hizo más obvia la presencia de Rizal en su obra. Pero no es así. No quiso olvidar a Rizal; quiso amarlo y apreciarlo, pero con un amor y una apreciación equilibrados por la objetividad. Siempre señalaba, por ejemplo, el defecto de que las novelas de Rizal abundaran en color local, con extensas enumeraciones de zoología y botánica filipina, con el «español de tienda» y con otros detalles exóticos fácilmente expurgables, pero que Rizal, sin embargo, había añadido para ser «más filipino». Incluso subtituló el Noli como «Novela tagala». En una ocasión, Gómez dijo que a quienes leen el Noli me tángere por primera vez, la novela les parecería una obra mal traducida del tagalo. Más tarde escribiría:

¿Qué significa «filipino»? ¿Es un poema de Rizal o de Bernabé irreconciliable con los de Góngora o Bécquer? Los escritores filipinos de cualquier lengua están todos bajo la tiranía de Rizal: era, sí, un buen poeta, pero no era Rizal el único escritor filipino y, de todas maneras, no era el mejor.

De Excelsitudes, sin embargo, no hay mucho que decir. Bastaría notar que sus 379 páginas contienen la vida de Carlos Gómez y que la vida de Carlos Gómez contiene, a su vez, la historia de la literatura filipina. Por lo tanto, no es sorprendente que el epígrafe de Excelsitudes esté en inglés, un párrafo que Gómez atribuye a la Anatomy of Melancholy de Burton:

Finish a thousand silly volumes to write a single word like love, eternity, and soul and despair at how flimsy these all are, how infinitely better the silence.

El párrafo no aparece en ninguna página de la Anatomy, y me parece que este fue una invención del propio Gómez.

El 9 de marzo de 1988 falleció Carlos Gómez Álava en Barcelona.